Reseña | "Nightfaces (Nachtgesichter)" de Martin Winter y Stefan Langthaler
NIGHTFACES
NACHTGESICHTER
SINOPSIS
Un taxista agotado quiere sacar a una mujer sin hogar de su coche y, sin querer, rompe el regalo de cumpleaños que ella llevaba para su hijo. Será una noche muy larga antes de que pueda reparar el daño.
RESEÑA
Es curioso cómo funciona el destino; tiene una manera extraña de conducirnos hacia aquello para lo que juramos no estar preparados, pero eso no le importa, ya que no espera nuestra preparación: nos forma a través del propio impacto. Así resumiría este cortometraje si alguien me lo pidiera en pocas palabras. El destino, tal vez, no es lo que ocurre, sino lo que se despierta en nosotros cuando ocurre.
Nachtgesichter dura apenas veintitrés minutos, pero sus imágenes no se mueven con la prisa del tiempo: permanecen. Cuando llegaron los créditos, yo seguía dentro del taxi, con el olor a vómito seco y a frío vienés instalado en la ropa, todavía escuchando el eco de unos sollozos que pertenecen al retrato colectivo de la pérdida.
El corto parte de un gesto mínimo: un taxista limpiando un asiento manchado por el desborde de una noche cualquiera. Ese primer cuadro, en apariencia cotidiano, apunta ya hacia algo más grande: el cansancio como estado moral. Una llamada telefónica en tono suplicante revela una vida desbordada antes de que aparezca cualquier conflicto dramático. El silencio posterior adquiere la forma de un espacio que no se llena, sino que se arrastra. Y en ese espacio irrumpe ella.
La entrada de Sabine (descompuesta, temblorosa, sostenida por una fuerte determinación) no funciona aquí como el arranque de una trama, sino como la irrupción de una problemática que desborda a quien la presencia: la adicción cuando ya ha dejado de ser circunstancia y se ha convertido en identidad. Su insistencia por llegar a Mödling revela, de inmediato, que el viaje no será geográfico, sino emocional, simbólico y, sobre todo, irreversible. El globo de nieve roto (ese elefantito contra el asfalto) condensa la derrota de manera más cristalina que cualquier explicación. Su llanto, más que un recurso dramático, es un síntoma fisiológico de la vida cuando ya no puede sostener su propio peso.
El taxista se aleja y se detiene. Ese vaivén no es un cambio de opinión, sino la expresión de un conflicto interno: el impulso de huir del sufrimiento ajeno y la imposibilidad de hacerlo cuando ese sufrimiento te reconoce. La imagen de Sabine abrazando los pedazos de cristal trabaja como una de las postales más contundentes del corto, no por su dramatismo, sino por la claridad con que dice: no queda nada, pero aún se puede perder más. Me destrozó profundamente.
A partir de ese punto, el filme se instala en un dispositivo que revela su precisión conceptual: un taxi convertido en confesionario contingente donde dos personas sin nada que ofrecer salvo sus restos encuentran la única forma posible de comunicación: la que no busca absolución, sino compañía en la herida. Nada se explica de manera convencional; lo esencial emerge siempre por filtración: una foto, un comentario, un peluche que se convierte en eje ético.
El regalo que Sabine quiere para Patrick, y la manera en que el taxista navega entre la culpa, la responsabilidad y un extraño tipo de ternura, no funciona como desarrollo narrativo, sino como examen de los mecanismos mediante los cuales los individuos intentan, a veces de forma torpe, fabricar sentido. La búsqueda del elefante se vuelve un acto de reparación imposible, una especie de ritual laico para dos personas que ya agotaron todos sus rituales íntimos.
Cuando Sabine consume droga en los baños, el estallido del taxista no es un reproche dirigido a ella, sino un rechazo visceral al sistema que genera estas vidas sobrantes. La escena en medio de la nada helada, con Sabine hablando de sueños en los que podía volar y del encierro mental de la adicción, concentra el núcleo filosófico del corto: hay cárceles exteriores, pero las más brutales son interiores.
La llegada a la casa en Mödling y la revelación del exmarido operan más como derrumbe emocional que como giro dramático. El hecho de que Patrick lleve diez años muerto anula cualquier expectativa tradicional y obliga a leer todo lo anterior desde otra perspectiva: Sabine no está en un viaje hacia su hijo, sino hacia el lugar exacto donde su duelo quedó suspendido. Su grito en el jardín, una llamada desesperada a alguien que no puede contestar, es quizá el momento más desgarrador del filme, no porque sea intenso, sino porque lo vemos fijamente, sin artificios que amortigüen su verdad: Patrick está muerto y Sabine no podrá verlo nunca más.
La mentira compasiva del taxista es, en este contexto, uno de los gestos más complejos del corto. Más que consolar, crea un puente imaginario hacia una versión del mundo donde Sabine puede seguir respirando unos minutos más. No es una mentira que engaña: es una que sostiene. Y en ese sostén se cifra la idea central de la película: a veces la única forma de amor posible es aquella que renuncia por completo a la verdad.
La escena final, con Sabine escuchando Stark wie ein Felsen, introduce por primera vez un respiro emocional que significa suspensión: una ilusión de libertad que sabemos finita, pero no por eso menos real. Cuando ella desaparece en la noche y él regresa a casa para guardar el peluche en el cuarto de su hija, lo que queda no es cierre, sino la constatación de que ambos continúan existiendo en un mundo que no cambió, aunque ellos sí.
El corto no propone moralejas. Su fuerza está en presentar una coexistencia breve entre dos vidas rotas que, al cruzarse, consiguen ser menos crueles de lo que el mundo ha sido con ellas. Nachtgesichter se sostiene en múltiples capas: la adicción como duelo interminable, la paternidad y maternidad en ausencia, la mentira como forma extrema de empatía. Pero su centro es la compasión cuando ya no queda esperanza: esa compasión que no salva, pero que evita que alguien muera completamente solo.
Técnicamente, el filme abraza una austeridad que potencia su impacto. La fotografía nocturna de Aram Baroian transforma Viena en un organismo fatigado; el diseño sonoro, con su uso del silencio, evita subrayar emociones y permite que la realidad se imponga sola. Las interpretaciones, especialmente las de Anton Noori y Sonja Romei, se construyen desde la contención, no desde el efectismo: cada gesto parece proceder de una vida que continúa antes y después del encuadre.
No sé cuántas veces podría ver Nachtgesichter sin quebrarme un poco más. Yo lo vi una sola vez y sigo recogiendo los pedazos. Es, sin exagerar, uno de los cortometrajes más importantes del año: una obra que entra, se instala en el pecho y te enfrenta al hecho de que hay personas que llevan diez años llamando a un hijo que nunca va a asomarse a la ventana.
Y que, a veces, lo único que se puede hacer por ellas es mentir con cariño antes de que la noche vuelva a tragárselas. Nachtgesichter me ha tocado en lo más profundo.
REPARTO
Anton Noori, Sonja Romei, Thomas Mraz, Olivia Goschler, Marja el Gmati, Pauline Hirsch-Stronstorff
EQUIPO
Directed by Martin Winter, Stefan Langthaler
Written by Stefan Langthaler
Produced by Alfie Ángel, Victoria Herbig, Stefan Langthaler, Martin Winter
Edited by Martin Winter
Production Manager - Victoria Herbig
Director of Photography - Aram Baroian
1st Assistant Camera - Philipp Windsor-Topolsky
2nd Assistant Camera - Carlotta Clodi
Catering - UTI'S Catering
Production Assistants - Clalia Villareal, Julia Scheiwein
Gaffer - Martin Nefe, Jan Polak, Jakob Flosdorff
Script Supervisor - Alfie Ángel
Costume Design - Marlene Pleyl
Make-Up Artists - Ana-Alicia Bammer, Flavia Wilfert
Production Design - Lucía Frías
Sound Recordists - Markus Ortner, Raphael Ortner
Sound Design - Tjandra Warsosumarto
Mixing - Chris Kuchner
Color Grading - Franz Brandl
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