Reseña | "Mercenaire" de Pier-Philippe Chevigny
No siempre considero que sea lo más adecuado empezar una reseña hablando de otro filme, pero creo que en esta ocasión es sumamente necesario.
Hace años, cuando era adolescente, vi The Shawshank Redemption por primera vez sin tener idea de que una sola secuencia (la de Brooks Hatlen saliendo de prisión) me iba a marcar para siempre. Recuerdo el silencio de mi cuarto, la luz tenue del televisor y esa sensación de vacío absoluto cuando comprendí, quizá por primera vez en mi vida, que la incapacidad de adaptación después de años entre muros puede romper a un hombre más profundamente que cualquier sentencia. Allí entendí que un sistema puede entrenarte para sobrevivir en la cárcel, pero no necesariamente para vivir fuera de ella. Que la reinserción, en muchos casos, no es una salida sino una caída al abismo. Y que la promesa de redención que ofrece un aparato penitenciario opresivo, burocrático y muchas veces corrupto es, en realidad, una ilusión trágica.
Lo que Shawshank sugiere, y que tardé años en poner en palabras, es que la verdadera reinserción social nunca viene de los sistemas que dicen garantizarla, sino de la fuerza interior, la esperanza, la dignidad y esos vínculos humanos que aparecen como pequeños actos de resistencia. Brooks no fracasa por falta de esfuerzo; fracasa porque el mundo que lo liberó no estaba dispuesto a darle un lugar real donde existir. Y esa es una herida que todavía me duele recordar.
Jamás pensé volver a sentir algo semejante en el cine, esa conmoción profunda que nace cuando una ficción se atreve a mirar de frente la crueldad de nuestras instituciones. Pero entonces vi Mercenaire, y la misma potencia emocional regresó con la misma intensidad que aquella noche de mi adolescencia. El cortometraje de Chevigny retrata, desde otro ángulo, la misma tragedia: un hombre que intenta reconstruirse pero que es arrojado de vuelta al tipo de violencia de la que busca huir; un sistema que, en teoría, promete reinserción, pero que en la práctica solo ofrece un destino circular. Y así como Brooks necesitaba algo más que libertad para sobrevivir, David de Mercenaire necesita algo más que un programa laboral: necesita un apoyo humano profundo, una estructura real que no lo reduzca a lo peor que alguna vez hizo.
Esa coincidencia entre dos obras tan distintas es la prueba de que la ficción, cuando es honesta, revela las verdades incómodas de nuestra sociedad: que seguimos creando sistemas que enseñan a los hombres a obedecer, pero no a vivir. Y que la redención, cuando existe, casi siempre viene de fuera de las instituciones… o a pesar de ellas.
Lo trágico es que un ser humano que ha cometido un acto violento, sea por impulso, por contexto o por desesperación, no siempre está condenado a repetirlo. A veces, incluso, desea honestamente salir de ese círculo. Quiere un oficio que no implique matar, un espacio donde su historia no determine su función, una oportunidad de ejercer la vida sin cargar siempre con la sombra de la muerte. Pero la sociedad, temerosa y a la vez convenida, le asigna el rol más fácil de administrar: el de verdugo. No porque crea que es su vocación, sino porque la violencia es un destino más cómodo que una segunda oportunidad.
Ahí está la herida más profunda de Mercenaire: cuando intentamos sanar a alguien obligándolo a encarnar justo lo que quiere dejar atrás. Como si la identidad fuera irreformable, como si dijéramos: "Ya que una vez destruiste algo, tu única utilidad ahora es seguir destruyendo". No es una condena jurídica; es una condena ontológica. Y es mucho más cruel.
La ironía del final es devastadora: ¿cómo se supone que un hombre aprenda a vivir sin violencia si lo único que le ofrecemos es un lugar dentro de su maquinaria? Lo tratamos como un engrane dispuesto a repetir un ritmo que le resulta nauseabundo, y luego esperamos que "recupere su humanidad". Esa es la paradoja que Mercenaire revela con gran precisión: hay individuos que sí quieren cambiar, pero el mundo que los rodea no sabe qué hacer con ellos fuera de la violencia. Es más fácil reasignarles la misma sombra que ayudarlos a construir un rostro nuevo.
Y entonces la pregunta inevitable sale a la luz: ¿Cuántas veces la sociedad llama "rehabilitación" a lo que, en realidad, es un retorno al infierno a la fuerza? Mientras no enfrentemos esa contradicción, seguiremos fabricando círculos viciosos: hombres que intentan alejarse del fuego y que, por diseño social, son enviados otra vez a asirse de la llama que les quemó la vida.
La premisa parece sencilla: David, interpretado ex-cep-cio-nal-men-te por Marc-André Grondin, sale de prisión tras cumplir una condena por homicidio. El Estado, benevolente en apariencia, lo asigna a un matadero como parte de su proceso de reinserción. Es difícil imaginar un gesto más perverso: sacar a un hombre de una jaula para colocarlo en otra, rodeado de maquinaria diseñada para matar de manera eficiente. El programa no lo reincorpora a la sociedad: lo acomoda en un engranaje donde la violencia deja de ser pecado para convertirse en protocolo, en rutina.
Chevigny filma Mercenaire en un formato 1:1 que funciona como un cerco visual: no hay horizonte, no hay escapatoria lateral, no hay espacio. Lo único que existe es la verticalidad de David, su respiración y el peso de su pasado, insinuado apenas por un tatuaje que se le asoma detrás de la nuca, como un recordatorio involuntario de aquello de lo que intenta huir. El encuadre cuadrado intensifica el encierro emocional: estamos demasiado cerca de él, pero no lo suficiente para comprenderlo del todo.
El matadero se convierte, entonces, no solo en un espacio físico, sino en una metáfora de la estructura social que lo recibe: un lugar regido por la eficiencia, donde los cuerpos valen menos que la productividad. David es instruido con la frialdad de una receta técnica: aturdir, cortar, colgar, desangrar. Los procedimientos están pensados para evitar errores, no para evitar sufrimiento. Y en esa yuxtaposición entre la norma y el horror es donde Mercenaire encuentra su tono más devastador.
Grondin encarna a David no solamente como un hombre arrepentido en busca de redención, sino como alguien atrapado en un dilema más profundo: cómo sobrevivir sin repetir la violencia que lo condenó, cuando todo a su alrededor parece pedirle que la repita. Sus manos tiemblan no solo por asco, sino por memoria. Sus arcadas no nacen del estómago, sino del pasado.
El clímax sintetiza el filme entero. No importa qué decisión tome David en ese instante. Lo que importa es que Chevigny corta antes; nos niega la catarsis, la resolución moral, el cierre limpio. Porque el problema no es David: es todo lo que lo rodea.
Y ahí reside la potencia del cortometraje: en transformar un relato íntimo en una reflexión sobre cómo la sociedad externaliza aquello que no quiere ver. Preferimos que la violencia la ejerzan quienes ya han sido marcados por ella; externalizamos la crueldad para seguir creyendo en nuestra propia inocencia. Damos la espalda a quienes matan, pero permitimos que la carne llegue a nuestros platos sin preguntarnos qué cuerpos (humanos y animales) se sacrificaron en el camino.
Mercenaire no busca convencer a nadie de nada. No es propaganda ni un alegato moralista sobre la rehabilitación fallida. Es, más bien, una obra donde se reflejan nuestros mecanismos de exclusión, nuestra comodidad social, nuestra necesidad de mantener la violencia lejos de nuestros ojos.
Chevigny demuestra un control admirable del lenguaje cinematográfico, y Grondin entrega una interpretación que vibra entre la culpa, la rabia contenida y el miedo a sí mismo. No hay un solo segundo desperdiciado: cada plano respira tensión, cada sonido parece venir desde dentro del pecho de David. El corto termina, pero no se apaga. Permanece. Se queda en el cuerpo del espectador como una sensación viscosa, como el olor del matadero adherido a la ropa: te acompaña aunque no quieras, aunque intentes ignorarlo.
Mercenaire me devolvió la misma verdad amarga que descubrí aquella noche de adolescencia con Shawshank: que un sistema incapaz de acompañar a sus propios sobrevivientes sólo reproduce la violencia que promete erradicar. David, como Brooks, es una vida suspendida entre dos mundos que no lo quieren: el encierro que lo castigó y la libertad que lo tolera apenas mientras le sea útil. En su crudeza y su honestidad, esta obra se siente necesaria. No da respuestas, pero plantea preguntas que exigen ser respondidas. Si algo puede hacer el cine social, es esto: obligarnos a mirar donde no queremos mirar.
REPARTO
Marc-André Grondin, Jean-Guy Bouchard, Émile Schneider, Sandrine Bisson, Marc Beaupré, Carlos Guerra, André Lacoste, Serge Boulianne, Lucson-Yves Claude, Yan Robinson, Geto Présumé, Gustave Dufresne
EQUIPO
A Film by Pier-Philippe Chevigny
Original Idea – Marc-André Grondin
Stunt Coordinator – Yahya Mahrach
Producer – Geneviève Gosselin-G.
Production Assistant and Production Coordinator – Laurence Lacroix
Production Manager – Gustave Dufresne
Assistant Production Manager – Marie-Ève Alberto
1st Assistant Director – François Jacob
2nd Assistant Director – Aurore Paulin
Script Supervisor – Patrick Aubert
Script Intern – Gabriela de Andrade
Director of Photography – Simran Dewan
Camera Operator – Benoit Gauthier
1st Assistant Camera – Véronique Dagenais
2nd Assistant Camera – Julie Caron
Gaffer – Abel Gauthier
Best Girl Electric – Luna Gautier
Electric – Lukas-Adams Chassé
Key Grip – Martin Renaus
Best Girl Grip – Gabrielle Hurtubise
Grip – Robin Malo
Sound Design – Simon Gervais
Sound Recordist – Jean-Sébastien Beaudoin-Gagnon
Boom Operator – Tiago Mc Nicoll
Floor Manager – Léa Nadeau
On-Set Production Assistant – Antoine Morin-Rochon
Production Assistant – Alyzée Lachambre
Floor Manager Intern – Nathan Duguay
Location Manager – Laurence Lacroix
First Aid – Dany Cardinale
Art Director – Suzel D. Smith
Head Decorator – Mirkö Lafrenière
Set Technicians – Laurent Comeau-Smith, Louis Gendron
Head Props On Set – Garance Chagnon-Grégoire
Animal Handlers – Sophie Longpré, Denis Longpré
Breeder – Richard Vézina
Costume Designer – Kelly-Anne Bonieux
Head Makeup Artist and Hairdresser – Marianne Pelletier
Makeup and Tattoos – Andie Wisdom
Additional Hairdresser – Myram Desrosiers
A Production by – Le Foyer Films Inc.
International Sales & Distribution – h264
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