Reseña | "Two People Exchanging Saliva (Deux Personnes Échangeant de la Salive)" de Alexandre Singh & Natalie Musteata

TWO PEOPLE EXCHANGING SALIVA

DEUX PERSONNES ÉCHANGEANT DE LA SALIVE



SINOPSIS

Una tragedia absurda ambientada en una sociedad represiva donde besar es castigado con la muerte, y las personas pagan por las cosas recibiendo cachetadas en la cara. Angine, una mujer infeliz, compra compulsivamente en una tienda departamental. Allí, se fascina con una vendedora ingenua. A pesar de la prohibición de besar, las dos se acercan, despertando las sospechas de una colega celosa.


RESEÑA

Hay historias que desde su primera línea nos advierten que terminarán mal. El narrador omnisciente, ese testigo que todo lo ve, que todo lo sabe, nos los dice sin rodeos: esto es una tragedia. Y, sin embargo, seguimos viendo. Es más: no sólo seguimos, nos aferramos a la esperanza absurda de que, esta vez, el destino cambie de opinión. Nos mentimos por ternura. Pensamos que tal vez el amor vencerá, que la vida será más justa, que la muerte tendrá piedad. Pero no. La historia cumple su promesa y se derrumba ante nuestros ojos, como si nos recordara que el dolor también es una forma de belleza.

Y ahí estamos nosotros, rotos y maravillados. Porque en el fondo, no vemos (ni vivimos) las tragedias esperando un final feliz. Lo hacemos para comprendernos, para mirar de frente aquello que tememos perder, para aceptar que incluso lo inevitable tiene su propio resplandor. Quizás por eso seguimos creyendo, una y otra vez, que esta vez será distinto. Porque la esperanza, aunque ingenua, es lo más humano que tenemos.



Deux Personnes Échangeant de la Salive, es un cortometraje en blanco y negro que me ha impactado como ninguno otro este año. Es, fácilmente, mi favorito en mucho, muchísimo tiempo. Su precisión en el manejo de luces y sombras no es solo un alarde técnico, sino una herramienta para desentrañar el deseo sofocado y el precio del placer en un mundo regido por el consumo, forzándome a examinar mis propias limitaciones emocionales y las grietas de la sociedad que nos envuelve. Este filme, con su narrativa trágica y su estética impecable, se convierte en un espejo implacable que refleja no solo una historia de amor prohibido, sino las cadenas invisibles que nos atan a sistemas opresivos, donde el simple acto de conectar se castiga con la muerte. Lo que comienza como un jadeo en la oscuridad se expande en una exploración profunda de la alienación humana, invitándome a cuestionar cuánto de mi propia vida está marcada por moretones invisibles, por transacciones emocionales que dejan huellas en el alma.

Dirigido con una maestría que equilibra la sombra y la luz como un pintor renacentista obsesionado con el chiaroscuro, este filme no es mero entretenimiento: es una meditación visceral sobre el deseo reprimido, el precio del placer y la tiranía del consumo en un mundo donde el aliento fétido se erige como pasaporte a la supervivencia social. Lo vi recientemente, y desde entonces, ha anidado en mi mente como un eco persistente por su honestidad brutal, que me obliga a confrontar mis propias máscaras y moretones invisibles. En un nivel colectivo, este cortometraje denuncia cómo las sociedades modernas, obsesionadas con el control, criminalizan la intimidad, convirtiendo el beso —ese intercambio primordial de saliva— en un acto de rebelión que merece la ejecución. Universalmente, evoca las distopías orwellianas donde el cuerpo es territorio vigilado, recordándonos que en nuestra era de redes sociales y pandemias literales y figuradas, el tacto se ha vuelto sospechoso, un lujo que pagamos con aislamiento. Personalmente, me remueve hasta lo más hondo: ¿cuántas veces he reprimido un impulso de conexión por miedo al rechazo social?

Desde el primer jadeo ahogado en la oscuridad —esa pantalla negra que nos sumerge en el terror primordial de lo desconocido, donde solo el sonido de la desesperación rompe el silencio—, el cortometraje establece su tono: un grito amortiguado que resuena en el vacío, preludio de una ejecución sumaria. La persona amordazada, jadeando y gritando, representa el pánico de quien transgrede las normas invisibles de un mundo asfixiante. Luego, la caja de cartón, simulacro de ataúd, cargada por dos trabajadores indiferentes hasta el borde de un risco y arrojada al abismo, no es solo un acto de violencia; es una metáfora universal del descarte humano en sociedades que valoran la conformidad por encima de la conexión auténtica. El golpe seco contra el suelo, ese crujido final que reverbera como un veredicto inapelable, evoca el fin abrupto de toda transgresión: aquí, el intercambio de saliva —el beso, ese acto primordial de intimidad— se castiga con la muerte. En un nivel personal, esta apertura me confronta con mis propios miedos al rechazo, al ser "arrojado" por atreverse a la vulnerabilidad, como si mi propia vida fuera una caja precaria al borde del precipicio; colectivamente, denuncia un mundo donde el deseo erótico se criminaliza, recordándonos regímenes históricos y contemporáneos que policían los cuerpos y los afectos, desde la Inquisición hasta las leyes anti-LGBTQ+ en ciertos países. ¿No es esto un espejo de nuestras pobrezas emocionales, donde el tacto se convierte en tabú y el aislamiento en norma? Su alcance se extiende a lo colectivo, infiriendo cómo las estructuras de poder convierten el amor en delito, perpetuando un ciclo de represión que nos deja a todos jadeando en la oscuridad. La maestría en el blanco y negro no es casual: los grises intermedios simbolizan la ambigüedad moral de este universo, donde nada es puro blanco o negro, sino un equilibrio precario entre deseo y castigo.



El título, grabado con dramatismo sobre madera bajo violines que arañan el alma como cuchillas, irrumpe como un desafío poético: "Dos Personas Intercambiando Saliva". Evoca la elegancia de lo prohibido, pero su crudeza lingüística desmitifica el romance, reduciéndolo a un fluido corporal, un acto biológico cargado de peligro social, como si el amor fuera una transacción higiénica que se penaliza. Esta elección titular no solo es irónica, sino que infiere un comentario universal sobre cómo las sociedades deshumanizan el erotismo, convirtiéndolo en algo clínico y peligroso; personalmente, me hace reflexionar sobre cómo en mi vida cotidiana, los besos se han vuelto gestos rutinarios, despojados de su potencia transgresora por la normalización, pero en este filme, recuperan su esencia revolucionaria.

Capítulo 1, Le Jeu —El Juego—, introduce a Malaise, interpretada con una luminosidad etérea por Luàna Bajrami, una joven de 24 años al borde de los 25, símbolo de la transición inminente hacia una madurez corrompida, corriendo hacia su primer día de trabajo con una inocencia que choca contra el muro de la indiferencia social. La narración, en la voz melancólica y trágica de Vicky Krieps —un timbre que envuelve como niebla otoñal, cargado de hermosura trágica—, proclama: "Su nombre era Malaise. Tenía 24 años. En nueve días, tendría 25." Esta anticipación temporal no es casual; infiere un conteo regresivo hacia la pérdida de la inocencia, un recordatorio universal de cómo el tiempo erosiona nuestra pureza en entornos hostiles, como si cada cumpleaños marcara una cicatriz más en el alma. El universo distópico se despliega en una tienda departamental de lujo, un microcosmos de opulencia hueca donde el mal aliento es requisito de entrada —verificado por un guardián olfativo que huele el vaho como un verdugo medieval—. Aquí, los clientes, todos con hematomas en la mejilla, encarnan la élite marcada por el consumo: moretones como medallas de un sistema donde el pago se mide en dolor físico, en cachetadas que decrecen el total como un contador macabro, una alegoría brutal del capitalismo que nos deja magullados por el mero acto de poseer. Malaise, optimista e inadaptada, ofrece champán que nadie acepta, quizá por el hedor colectivo que impregna el aire, un símbolo poético de cómo la sociedad rechaza el placer puro en favor de rituales vacíos, como si el champán representara la efervescencia de la vida que este mundo ha prohibido. Su primer día infunde una ironía trágica: la felicidad efímera en un mundo de apariencias, donde la autenticidad se castiga, recordándome personalmente cómo mis momentos de alegría genuina han sido fugaces, eclipsados por la rutina.



Pétulante, encarnada por Aurélie Boquien con una refinada arrogancia que destila envidia y conformismo, representa el engranaje complaciente del sistema: orgullosa de su rol, celosa de la frescura de Malaise, cubre sus moretones con maquillaje como quien oculta las cicatrices del alma, un gesto colectivo de cómo el trabajo nos obliga a disimular el dolor para sobrevivir. Su consejo inicial, teñido de sospecha —quizá al notar el sorbo prohibido de champán por Malaise—, revela las jerarquías internas: el novato como amenaza al statu quo, una dinámica universal en entornos laborales donde la innovación se ve como peligro. Pero es en el encuentro con Angine (Zar Amir, radiante en su asimetría, con una belleza que trasciende la pantalla) donde el filme alcanza su cima poética. "Su nombre era Angine, y una de sus piernas era más larga que la otra." Esta observación inicial, desde los pies hacia el rostro —Malaise recogiendo cajas caídas, notando la imperfección antes que la cara—, invierte la mirada convencional: no el ideal estético, sino la imperfección humana como punto de conexión. El "juego" que inicia Malaise es un acto de rebeldía lúdica: critica cómo las normas sociales convierten el flirteo en riesgo, preludiando el beso como crimen capital, con implicaciones colectivas en culturas donde el cortejo queer se ve como amenaza.

La escena del probador, con Malaise subiendo el cierre del vestido pixelado —blanco y negro como el filme mismo—, destila erotismo sutil: un roce que anticipa el intercambio prohibido, mientras Angine se soba la espalda adolorida. Angine, casada y adolorida, compra para un aniversario que parece más obligación que celebración, pagando con 31 cachetadas administradas por Malaise en un ritual estoico: "31, 30, 29...", cada golpe decrementando el total, pero para ellas, transformando el dolor en conexión. Esta aritmética del dolor infiere un sistema económico donde el lujo se adquiere a costa de la dignidad humana, un comentario directo sobre el capitalismo voraz que nos deja marcados, como si cada compra fuera un moretón en el colectivo social.

Al final del capítulo, Malaise regresa a su humildad cotidiana: compra plantillas para zapatos —amortiguadores simbólicos contra el peso del mundo, pagando con una sola cachetada en un minisúper donde ofrecen goma de mascar de ajo como "protección"—, contrastando con el consumismo obsesivo de los demás, infiriendo que su pureza radica en no necesitar acumular para sentirse viva. La escena del vecino, con su oferta de goma de mascar de ajo para protegerse de esos "enfermos" que intercambian saliva, culmina la paranoia colectiva: el beso como plaga, el aliento fétido como escudo, exhibiendo su boca pútrida con orgullo de 62 años sin lavarse los dientes.

El Capítulo II, L'Incident —El Incidente—, profundiza en esta distopía con una imagen inicial que trasciende el tiempo: una escultura de dos amantes besándose, un eco antiguo de lo prohibido que contrasta con la represión moderna, sugiriendo que el deseo ha sido criminalizado a lo largo de la historia. Angine regresa, atraída por un magnetismo inexplicable, y el reencuentro con Malaise desata un torrente de intimidad velada. El recuerdo de Angine —su aniversario marcado por un apretón de manos frío, un esposo diseñador de cajas mortuorias que prioriza la perfección técnica sobre el afecto, comentando el vestido como "extraño" con esos zapatos— revela las fisuras del matrimonio como institución hueca en este mundo sin besos, un comentario universal sobre relaciones deshumanizadas, donde el amor se reduce a transacciones emocionales, como si el esposo representara el sistema mismo, petulante y desconectado.

El regalo de las plantillas —un acto de empatía genuina, Malaise arrodillada ajustándolas mientras intercambian miradas que encienden chispas invisibles, preguntando "cómo te sientes?" y Angine respondiendo sorprendida "bien, me siento bien"— marca el pivote erótico: el juego se transforma en realidad tangible, un flirteo que roza lo ilícito, con la música cálida elevando la escena a un plano de ensoñación. Angine, caminando equilibrada por primera vez, simboliza la curación a través de la conexión; las cachetadas subsiguientes, ahora cargadas de deseo, transmutan el dolor en placer compartido, un intercambio casi erótico donde el toque cuenta más que el beso prohibido. El montaje de compras es un ballet de ensoñación: cada transacción, no consumismo vano sino excusa para la proximidad, es un erotismo inocente que florece en la opulencia estéril, con Angine sangrando de la nariz, pero disfrutando el toque de Malaise limpiándola con su guante, los ojos de Zar Amir transmitiendo un anhelo profundo. Genial en su edición y ritmo, este segmento captura la efímera alegría del deseo naciente, un oasis en el desierto represivo.



Pétulante, acechando desde las sombras con celos que la distraen de sus deberes —desatendiendo clientes para analizar a la pareja—, encarna la envidia del conformista ante la rebeldía ajena. Su intrusión fallida —intentando vender pantalones a cuadros a Angine, insistiendo "son absolutamente su estilo" mientras Angine la evita con un "quedé de verme con alguien"—, resalta la obsolescencia de lo convencional frente al vínculo auténtico, culminando en el baño donde espía a Malaise lavándose los dientes —un acto ilícito de higiene, comprado en un rincón solitario por 2 cachetadas, escondido como droga—. Esta escena infiere un alcance distópico: la higiene bucal como subversión, un comentario directo sobre cómo las sociedades controlan hasta el aliento para sofocar el deseo, recordando regímenes donde la pureza física se impone para prevenir la "contaminación" emocional. El "incidente" final —una mujer ejecutada por intentar un simple beso con su esposo, amordazada, metida en caja, sus pertenencias esparcidas incluyendo imágenes de besos: Louis-Léopold Boilly, Henri de Toulouse-Lautrec, la estatua de Amor y Psique— irrumpe como alarma estridente, rompiendo la burbuja erótica mientras Malaise maquilla a Angine en un momento íntimo: "qué desearás?", preguntando Angine, cayendo las formalidades, Malaise soplando polvo de su nariz, oliéndose mutuamente —"¿menta?"—, un erotismo romántico interrumpido por gritos. Los testigos chismorreando, la caja sellada, el horror de Angine recogiendo las imágenes prohibidas: todo evoca la fragilidad del deseo en un mundo punitivo. Angine huyendo, temblorosa, deja a Malaise en el vacío.

El Capítulo III, Le Voeu —El Deseo—, culmina esta sinfonía trágica con una disección implacable de la hipocresía social, donde el mero pronunciar "beso" —dos sílabas cargadas de tabú— desata el horror colectivo. En la cena de Angine, los invitados danzan alrededor de la palabra prohibida, un ballet de evasión que refleja nuestra propia reticencia a nombrar deseos reprimidos. Angine, embelesada con el collar comprado junto a Malaise, la verbaliza: "beso", provocando el caos —su esposo ahogándose con la comida, los comensales horrorizados—. Esta escena infiere un alcance universal: el lenguaje como arma de control, donde articular el deseo equivale a transgresión, evocando sociedades donde palabras como "homosexualidad" se evitan para mantener el statu quo.

Mientras, Malaise celebra su cumpleaños en soledad, arreglada con humilde brillo —sombra de ojos reluciente, vestido centelleante, peinado impecable—, soplando una vela en una simple rebanada de pastel. Su emoción al toque en la puerta —arreglándose, oliendo su aliento fresco, asomándose con esperanza—, seguida de la desilusión al encontrar el vacío, es un puñal poético: la soledad como precio de la autenticidad en un mundo de máscaras, infiriendo cómo el deseo no correspondido nos deja en penumbras. El protocolo de seguridad del día siguiente infunde paranoia institucional, un eco de vigilancias modernas donde la delación reemplaza la solidaridad, como Pétulante tocando el hombro de Malaise con falsa preocupación, revelando la traición inminente, un comentario directo sobre cómo la envidia corroe las jerarquías laborales, convirtiendo colegas en informantes.

Angine, en su ensoñación erótica, transgrede en la imaginación lo que la realidad prohíbe. Llorando, gargarizando licor de menta para purificar su aliento —un acto de rebelión contra el hedor normativo—, se viste con el vestido y corre hacia la liberación. "Ella no se daría cuenta hasta después, pero en ese momento, por primera vez en largo tiempo, la espalda de Angine ya no le dolía." Esta curación simbólica infiere cómo el deseo auténtico alivia el peso existencial, como si las plantillas de Malaise hubieran equilibrado no solo su paso, sino su alma. En la tienda, el caos post-traición: Pétulante delatando a Malaise con la pasta de dientes, un acto de celos que culmina en ejecución, mientras rocía perfume en su cara, ojos rojos y maquillaje corrido, preparada para el drama. Su abrazo robótico a Angine, seguido de un pitch de ventas —"el día de hoy no cumplimos con nuestros altos estándares... una línea de pantalones a cuadros que le quedarían perfectamente"—, expone la deshumanización del consumismo: incluso en la tragedia, el sistema vende, un espejo brutal de nuestro capitalismo que mercantiliza el duelo, asqueando a Angine que retrocede con horror. Angine, corriendo al cementerio de cajas —un paisaje apocalíptico de descartes humanos en el bosque, vans yendo y viniendo, cuerpos amordazados dispersos—, grita "¡Malaise!", arrodillándose ante la caja rota que revela los zapatos de su amada, llorando desconsolada ante el cuerpo muerto.



El recuerdo final —Angine tocando la puerta el día del cumpleaños, pero escondiéndose en las escaleras por nerviosismo e inseguridad, viendo la sombra de Malaise pero no saliendo, confundida por sus sentimientos— sella la tragedia: el deseo frustrado por el miedo interno, un lamento poético sobre oportunidades perdidas. La luz apagándose gradualmente, dejando a Angine en completa oscuridad, es un cierre magistral que infiere un alcance eterno: ¿cuántas conexiones perdemos por cobardía, por no atrevernos a intercambiar saliva en un mundo que lo prohíbe? Personalmente, me desgarra, recordándome oportunidades desaprovechadas donde el miedo me paralizó; colectivamente, denuncia cómo el terror social nos condena a la soledad, con implicaciones universales en un mundo donde el beso —símbolo de unión— se castiga, perpetuando un ciclo de aislamiento que nos arroja a todos al abismo, como si cada caja fuera un ataúd para nuestros anhelos reprimidos.

Deux Personnes Échangeant de la Salive no es solo un cortometraje; es un espejo fracturado que refleja nuestras distopías internas y externas, desmenuzando capa por capa cómo el deseo choca contra el muro del control social. Su poesía radica en lo no dicho: los violines que susurran tragedias inminentes, el blanco y negro que despoja de ilusiones cromáticas, el montaje que transforma el comercio en cortejo y la traición en ejecución, la narración de Krieps que envuelve cada escena en melancolía. Honesto en su crudeza, directo en su acusación —sin moralismos, solo verdad brutal—, este filme me ha marcado profundamente. En un año de narrativas fortísimas, esta es el que perdurará más tiempo en mi mente, un lamento eterno sobre el deseo que nos une y nos condena, un recordatorio colectivo de que, en el abismo del consumo, el verdadero deseo es la rebelión suprema, aunque nos cueste la caída, dejando un eco de jadeos en la oscuridad que nos invita a romper nuestras propias mordazas. Podría verlo mil veces y en cada una, sentir que lo descubro por vez primera.


REPARTO

Zar Amir, Luana Bajrami, Aurélie Boquien, Vicky Krieps (voice over), Nicolas Bouchaud, Mitchell Jean, Mustapha Abourachid, Thibaut de Lussy, Lucile Jaillant, Christophe Grundmann


EQUIPO

A film by Alexandre Singh et Natalie Musteata Director of Photography - Alexandra de Saint Blanquat Script - Alice Douard Costume designer - Rezvan Farsijani Production designer - Anna Brun Chief electrician - Alexandra Fischer Chief Grip - Amira Bensaada Sound - Charlie Cabocel Editing - Hanna Park Composer - Bobaj Lotfipout Sound designer - Damian Volpe Color - Nathaniel Jencks Line Producer - Lucie Bouilleret First Assistant - Jordan Clement - assisted by Killian Bocquet and Léo Grele Location manager - Thomas Belchi-Serrano Casting - Julie Navarro, Louis Navarro, Timothée Fiorini Make-up artist - Margot Tricot Hair Stylist - Marcos Barajas Music Supervisor - Taylor Rowley Set Photographer - Tudor Cucu Graphic design - Adam Squires Departments Photography - Emile Boré, Manon Delville, Oliver Ferry Production design - Guillaume Rigolage, Marine Nyiri, Lola Burgade, Chloé Ségalen, Romain Rigaud, Leo Lederfajn, Christian Bigirimana, Thibaut Ronan, Theo Audoire, Beryl Bla Gaffer - Léonie Roger, Baptiste Maret, Quentin Jolivet, Gulhem Vermeulen, Lucas Lyonnet, Idriss Blaise Grip - Quentin Collomb, Manon Decroix, Luc Halhoute, Mathilde de Cotelli Costumes - Lola Bourdin, Nathalia Oncken, Violette Novat, Julien Darde Gervais, Shokoufeg Rahmati Logistics - Kevin Pillay, Ambroise James di Maggio, Maxime Jousserand, Thomas Bordachar Sound - Alexandre Bracq, Matthew Rocker Production - Lucie Algenir, Christophe Tonnette, Maoumy Djigal Postproduction - Arnaud Chelet, Antoine Gaunin

©2024 Misia Films & Preromanbritain

avec Les Galeries Lafayette Créations, alambic production & art cc corp

remerciements à CHANEL

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