Reseña | "There Will Come Soft Rains" de Elham Ehsas
THERE WILL COME SOFT RAINS
SINOPSIS
Atormentada por el aumento del nivel del mar, una hija desentierra la tumba de su padre para trasladar su cuerpo a un terreno más alto.
RESEÑA
Durante de un funeral londinense, Mira no llora. Llueve con esa obstinación británica que parece diseñada para disolver los contornos de las cosas, y un puñado de mujeres veladas lloran como si el cielo mismo estuviera de luto. Pero ella, en primer plano, tiene los ojos secos, casi insolentes. Un trueno retumba y levanta la mirada: no hacia Alá, no hacia la nada, sino hacia la bóveda gris que pronto amenazará con tragarse mucho más que las lágrimas.
Porque el cortometraje no trata sobre la muerte (la muerte ya ocurrió), sino de lo que sucede cuando la muerte deja de ser el último enemigo y se convierte en un trámite administrativo antes del verdadero final definitivo. El Támesis late debajo de Londres como una arteria enferma. La televisión lo recuerda con la indiferencia de quien lee los horóscopos: la barrera del Támesis ha cerrado sus compuertas más de doscientas veces desde que fue construida, pero fue diseñada para un máximo de cincuenta cierres anuales. El océano, que nunca le prometió nada a la humanidad, sigue subiendo su nivel. Los expertos hablan de 2040 como quien habla del juicio final: una fecha cómoda, lejana, que nos permite seguir viviendo sin tener que ajustar cuentas. Mientras tanto, el cadáver del padre de Mira lleva un año y dos meses descansando a escasos metros del río, en un cementerio de Barking que algún día será fondo marino. El reloj climático no se limita a los plazos de exhumación.
Lo que sigue es una odisea íntima y tan absurda que podría ser tragicomedia si no fuera tan desesperadamente real: Mira intenta todo lo que una hija desesperada intentaría cuando la burocracia y la fe se alían para decirle que su dolor es ilegítimo. Primero, la mezquita de Wightman Road, donde se le recuerda que "Alá se encargará de todo". El cambio climático, le dicen, es ruido de TikTok, de Instagram... que "el cuerpo de su padre ya no es asunto suyo". Después, la pala: una escena en la que Mira cava con furia la tumba familiar mientras suenan sirenas lejanas. La detienen, por supuesto, pero la dejan ir con la advertencia de que intente la vía legal primero.
La vía legal es otra tumba, pero esta vez de papel. Una oficina gris, una funcionaria agotada. Además, la próxima de parentesco es Fatima, la hermana de Mira, no ella. Y así llegamos al corazón partido del corto: la casa de Fatima; el reencuentro de dos hermanas que se perdieron poco después de perder al padre. La misma foto en la pared: tres sonrisas congeladas en el tiempo, cuando el mundo todavía parecía tener bordes definidos. El mismo fantasma del padre sentado en el alféizar, visible solo para quien lleva meses muerta en vida. El silencio entre ellas es muy denso: Mira intenta conectar, pero Fatima no, hasta que la verdad estalla: "Nuestro padre murió y tú te convertiste en el fantasma". El reproche es tan duro como justo. Mira huyó, pero Fatima se quedó, cargando sola el peso de una familia desmoronándose.
Y, sin embargo, es en ese mismo dolor donde germina la reconciliación. Porque cuando Amir aparece en pijama y reconoce a su tía, algo se rompe y se recompone al mismo tiempo. La historia que Mira le cuenta al niño (la de Agar corriendo siete veces entre Safa y Marwa) es la misma que su padre les contaba a ellas. La preciosísima edición cruza los tiempos con una delicadeza que conmueve: la voz adulta de Mira se intercambia a la voz grave del padre; las caritas de Amir se convierten en las de Mira y Fatima de niñas. El milagro del Zamzam (el agua que brotó porque una madre desesperada no se rindió) se convierte en la metáfora perfecta: a veces hay que correr siete veces, a veces hay que cavar con las manos, a veces hay que cometer un delito para preservar lo sagrado.
El clímax es una de las secuencias más bellas que he visto este año. Suena la canción favorita del padre y vemos a las dos hermanas, de noche, sudadas, cubiertas de tierra hasta las cejas, cargando el ataúd en la parte trasera de un auto. Está presente solo el cansancio físico de quien acaba de profanar una tumba por amor y la risa nerviosa, casi histérica, de dos mujeres que acaban de hacer algo irreparable y absolutamente necesario. Se toman de la mano sobre el ataúd como quien cruza un río prohibido. Lo lograron. Lo salvaron. O al menos le dieron la única oportunidad que el mundo les negó: elegir dónde descansar en paz antes de que el mar elija por todos.
Cuando los créditos empiezan, uno se queda con la sensación de haber asistido a algo mucho más grande que un cortometraje de quince minutos. Esto es un manifiesto disfrazado de drama familiar, una parábola sobre la herencia en tiempos de colapso, un grito de rabia contra la resignación disfrazada de fe o de sentido común. Es la historia de una generación que recibe un planeta hipotecado y unos muertos que ya no caben en la tierra. El padre no resucita, pero es desplazado, reubicado, protegido por sus hijas como Agar protegió el milagro del agua con un dique improvisado de arena. El gesto es inútil a escala geológica (el mar ganará, siempre gana), pero profundamente humano a escala de una familia. Y quizá esa sea la única victoria posible: hacer lo imposible mientras aún quede alguien dispuesto a ensuciarse las manos.
Mira, la que no lloró en el funeral, termina llorando de risa y de agotamiento en el asiento del auto, con la mano de su hermana brevemente entre las suyas y el ataúd de su padre atrás, rumbo a tierra más alta, rumbo a cualquier parte que no sea el fondo del Támesis. Y uno entiende, con una claridad que lastima, que a veces el amor más feroz no consiste en quedarte, sino en volver cuando ya es tarde para todo menos para desenterrar lo que amas antes de que el agua lo reclame.
A escala mayor, el filme plantea que el colapso ecológico está redefiniendo la propia ontología del duelo. Antes, perder a alguien significaba aprender a vivir con la ausencia; ahora significa aprender a vivir con la posibilidad de que la ausencia sea absoluta, sin resto físico, sin tumba visitable, sin lugar donde dejar flores. El mar que sube no solo inundará barrios; borrará cementerios enteros, y con ellos la materialidad misma del recuerdo. Enterrar ya no es un acto de cierre; es un acto de apuesta arriesgada contra la geología futura. Lo que Mira intuye (y lo que el espectador termina intuyendo con ella) es que la obligación filial ya no termina en la sepultura; empieza ahí. Proteger al muerto de la segunda muerte se vuelve una extensión lógica del amor cuando la primera muerte ya no garantiza descanso.
Cuando las hermanas cargan el ataúd a la camioneta, sudorosas y riendo entre el cansancio y la incredulidad, no celebran una victoria ecológica; celebran haber recuperado, por un instante, la soberanía sobre su propio duelo. Han devuelto al padre a la esfera de lo decidible humano antes de que pase a la esfera de lo inevitable planetario. El gesto es minúsculo, tal vez destinado al fracaso a largo plazo. Pero en su misma desproporción radica su grandeza: demuestra que aún existe una diferencia entre resignarse y rendirse.
El cortometraje no narra una anécdota excéntrica; disecciona un mecanismo de duelo que en nuestra cultura aún no tiene nombre. Mira no llora en el funeral porque su dolor no ha encontrado todavía su objeto correcto: el cadáver de su padre no le parece muerto del todo mientras siga expuesto al riesgo de desaparecer dos veces, primero por la putrefacción ordinaria, luego por la inundación extraordinaria. El duelo, en ella, no se dirige al pasado sino al futuro; su angustia no es “ya no está” sino “pronto ni siquiera quedará rastro de que estuvo”. Esa inversión temporal es la grieta por donde el filme entra en territorio nuevo, y también por qué es tan grandioso.
Al final, el cortometraje no nos pide que aprobemos la profanación; nos obliga a reconocer que, en un mundo donde el agua pronto vendrá a llevárselo todo (“there will come soft rains”), la línea entre respeto a los muertos y abandono de los muertos se ha vuelto irreconocible. Y que, ante esa evidencia, algunas personas elegirán la pala antes que la oración o el formulario. No porque estén locas. Sino porque han entendido que el amor, cuando ya no queda nada más, a veces consiste en ensuciarse las manos para que al menos un pedazo de mundo siga siendo nuestro.
REPARTO
Olivia D’Lima, Priya Davdra, Arjun Singh Panam, Dominic Rowan, Rachel Redford, Aosaf Afzal, Adwoa Akoto, Simani Chavda-Patel, Amara Chavda-Patel
EQUIPO
Director: Elham Ehsas
Writers: Sam Perry, Elham Ehsas
Producers: Lorraine Bhattachary, Shakyra Dowling
Production Company: MONO FILMS LIMITED
Executive Producers: Josh Cockcroft, Danusia Samal, Lucy Stone, Dale Vince OBE, Stefan Allesch Taylor, Robin Saunders, Ellie Bamber, Zoe Bamber
Cinematographer: Yiannis Manolopoulos
Editor: Ross Leppard
Casting: Bailey Frances
Production Designer: Rana Fadavi
Costume Designer: Haden J Holme
Hair & Makeup Designer: Angela Stewart
Sound Recordist: Julia Martin
Online Editor: Jack Kibbey Newman
Sound Designer: Guldem Masa
Post Production: CHEAT
Colourist: Mara Ciorba
Music: Rushil Ranjan
Vocalist: Abi Sampa




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